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Aún calma nuestra tormenta

Estaba débil y enfermo, y llevaba tres meses de escaso apetito, pérdida de peso y una tos persistente.

Frederick Kimani
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Aún calma nuestra tormenta

Hola, Daktari.1 Habla la enfermera».

Recibir una llamada así en la madrugada solo podía significar una cosa. Mi corazón comenzó a latir con más fuerza, como si fuera a salírseme del pecho, mientras aguardaba para escuchar las temidas palabras.

«Siento informarle que su paciente Pedro acaba de fallecer».

Me dio un escalofrío escuchar la mala noticia que había temido.

«Estaba atendiendo a su paciente como de costumbre, y estábamos conversando normalmente. De pronto, sin aviso, dejó de respirar. Procuramos revivirlo, pero no pudimos».

Mi mente recorrió a toda velocidad los eventos de la última semana. Había conocido a Pedro,2 un hombre de cuarenta y siete años, en mi clínica, acompañado de su esposa e hijo. Estaba débil y enfermo, y llevaba tres meses de escaso apetito, pérdida de peso y una tos persistente. También sufría de temblores en las manos, característicos del síndrome de abstinencia de alcohol que experimentaba. Estaba claro que tenía muchos más problemas de los que yo había pensado en un comienzo.

El distanciamiento social y las órdenes de cuarentena determinados por el gobierno para mitigar la transmisión comunitaria de la letal pandemia del COVID-19 no habían mejorado en nada la situación. Solo podía imaginar la oscuridad y ansiedad con la que había luchado su mente esos últimos meses. Al notar que tenía síntomas respiratorios, lo interné rápidamente y le asigné suplemento de oxígeno y atención adicional, de conformidad con un diagnóstico de COVID-19. Solo le llevó cinco días al cuerpo de Pedro sucumbir a la enfermedad, dejando tras sí una esposa y dos hijos adultos, con preguntas que yo no podía responder.

Volví a la realidad. Mateo, el hijo de Pedro, estaba lívido. «Doctor, ¿cómo pudo dejar que mi padre se muera? ¡Confié en que usted iba a lograr que se mejorara! Yo creía que se estaba mejorando y que pronto podría regresar a casa. ¿Qué hizo para provocarle la muerte?» ¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía aliviarle el dolor? En especial cuando sabía que su madre también había sido diagnosticada con el COVID-19, pero se había rehusado con vehemencia a venir al hospital para ser tratada.

Todo lo que podía hacer era orar. Orar para que el «Dios de toda consolación» (2 Cor. 1:3) consolara a esa familia en su duelo. No podía hallar palabras que les quitaran el dolor. Por eso, oré. Oré para que el Espíritu Santo intercediera por ellos, «con gemidos indecibles» (Rom. 8:26). Oré para que Mateo, junto con todos los contagiados y afectados por el COVID-19 del mundo, no se desesperara «como los otros que no tienen esperanza» (1 Tes. 4:13).

Mientras escribo estas líneas, ya se han producido más de quince millones de contagios en el mundo, y más de seiscientas mil muertes han sido atribuidas al letal coronavirus. La pandemia del COVID-19 ha irrumpido en el mundo, con ondas de incertidumbre que han azotado muchas vidas en todas partes. A pesar de ello, nuestro Salvador puede caminar sobre las aguas. Él calma los vientos y las olas de nuestra agitación y ansiedad, y nos invita a experimentar la paz que sobrepasa todo entendimiento. Allí en medio de la tormenta él exclama: «¡Cálmate, sosiégate!» (Mar. 4:39, NBLA).

Llegará el día en que el Señor triunfante nos dará un lugar de privilegio para ser testigos de su victoria tan esperada: será la muerte misma de la muerte. Entonces cantaremos: «Sorbida es la muerte en victoria.¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde, sepulcro, tu victoria?» (1 Cor. 15:54, 55).

1 En suajili significa «doctor».

2 Los nombres de este artículo son seudónimos.

Frederick Kimani

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